P. Pedro Barrientos, O.C.S.O.
Evangelio según San Lucas 7,36-50.8,1-3.
Para algunos comentaristas el evangelio de Lucas les gusta llamarlo el evangelio de la misericordia; y precisamente en el pasaje de hoy – donde se nos narra la situación de la pecadora perdonada – Jesús se nos presenta con este rasgo tan propio de él: perdonar con misericordia. Un rasgo que le fluye de su propia persona como una fuente natural que mana agua pura, y que limpia y purifica… ¡por algo él mismo nos invita a beber de él! (cf. Jn…): el que venga a mí y beba no tendrá más sed…
Jesús imita a Dios, su Padre, quien se nos revela con los mismos rasgos misericordiosos en la primera lectura de la Misa (Libro 2 de Samuel): Dios perdona el pecado de David quien se dejó interpelar por el profeta Natán reconociendo su falta.
Por otra parte, en la segunda lectura (Gálatas) San Pablo que ha experimentado en su propia persona la misericordia de Jesucristo, confiesa abiertamente este amor de su Señor: me amó hasta entregarse por mí. Es más, experimenta ahora que en su propia vida ya no vive él sino Cristo mismo: Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí.
Esto nos hace vislumbrar que la experiencia de la pecadora perdonada apunta a una nueva vida dentro de sí que la restablece en su dignidad de mujer, como hija de Dios.
La escena del evangelio nos presenta a Jesús como el protagonista principal, donde dos personajes vienen a ofrecerle sus dones. El fariseo lo ha invitado a participar de un banque en su propia casa: un hecho de tipo meramente material. Mira a Jesús desde una actitud enjuiciadora condenando su acto hacia la mujer; ya tiene su opinión formada y cree que nada nuevo puede aprender sobre la vida, ni menos de Jesús que ni siquiera está a la altura de los profetas.
En cambio, la mujer – que no ha sido invitada – tiene el atrevimiento de hacerse presente, en contra de la opinión que los demás puedan tener sobre ella. Ha escuchado a Jesús y lo ha visto cómo se relaciona con las personas, cómo las acoge y levanta desde su propia realidad sin importarle lo bajo que hayan caído. Para la mujer lo importante es ofrecerle lo que tiene, y es, precisamente, lo que usa en su trabajo: ¡el perfume, sus lágrimas y sus besos!
El desafío tanto para el publicano como para nosotros es enjuiciar el gesto: tomado en sí mismo ciertamente puede tener distintos sentidos, es ambivalente. El fariseo, convencido de que su juicio está basado en la ley mosaica sin más, condena a la mujer por sus gestos de liviandad; y de paso lo hace también con Jesús porque ha permitido le traten así.
Por otra parte, Jesús interpreta el gesto de la mujer como un acto de su amor agradecido, como una expresión del corazón que se siente acogido, comprendido y perdonado. ¡A quien más se le perdona, más amará!, dirá la enseñanza del Señor en su parábola aplicada en esta ocasión. Pero es una parábola que es realidad para todo ser humano: ¿hay alguno que no le deba algo a Dios? ¿Qué no tienes que no lo hayas recibido?, nos dirá san Pablo. ¡Todos somos deudores!, y por eso Jesús nos viene a ofrecer el perdón de Dios, incluidos al fariseo y la prostituta. Quien no se sienta con necesidad de perdón estará más cerca de la actitud farisaica, donde se recibe a Jesús en la casa, pero no en el corazón. Si asumimos la actitud de la prostituta nos reconoceremos pecadores y que nuestra deuda no puede ser pagada por nosotros mismos, necesitamos ser perdonados por Dios mismo. Perdón y amor o ¿amor y perdón? En cada vida puede darse una u otra situación: pero ambas palabras van íntimamente unidas cuando se recibe a Jesús en el corazón. Un ejemplo que Lucas quiere poner ante nuestros ojos de esta relación entre perdón y amor es con lo que concluye el evangelio de hoy: las mujeres que siguen a Jesús han experimentado la sanación, liberación y perdón de él. Ellas han respondido a su don con un gesto de amor comprometido que las convierte en verdaderas discípulas del Maestro… es la experiencia a la que estamos llamados.
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