“allí donde tengan su tesoro, tendrán también su corazón”.
Lc.12,34
Carlos Álvarez, sj
Hay dos figuras importantes para la historia de occidente que marcan dos actitudes básicas frente a la vida, el pasado y el futuro. Ulises y Abraham. Ulises, que retoma a Ítaca, que vuelve a su anhelada tierra perdida. Y la de Abraham que deja la tierra por escuchar la promesa de una tierra nueva, de descendencia y de intimidad con Dios.
Ulises vuelve a Ítaca, vuelve a su tierra, porque lo propio, lo ya conseguido y lo ya vivido es lo importante, incluso lo más importante. Abraham sale de lo propio creyendo en una promesa de Ia que no tiene ninguna certeza, sólo la confianza en la palabra dicha, en la invitación recibida. Para Abraham lo que está por venir, el futuro es lo más relevante. Ulises es un ciudadano con todas las de la ley en Ítaca, tiene carnet de identidad y pasaporte. Abraham será un extranjero en Canaán. La experiencia original de la fe de Israel parte con el llamado a Abrahán: «sal de tu tierra y de tu parentela, de la casa de tu padre, para la tierra que Yo te mostrare» (Gen. 12,1). Una promesa que se basa en un abandono de lo que ya tiene, en un desarraigo de las propias seguridades.
Parto desde esta distinción de dos actitudes básicas, porque tengo la sospecha que los discípulos, como nosotros, generalmente comprendemos la «fe» de una manera poco movilizadora. Cornprensi6n tal vez más parecida al dinamismo de Ulises que quiere volver a su tierra, buscado seguridades y certezas.
La tentación de nuestra Iglesia y nosotros en ella es la tentación de fijarnos a lo conocido, a los cálculos de lo propio, a la lucha por la identidad. A estar tranquilos y cómodos; podríamos hablar de sedentarismo de la fe o del sedentarismo espiritual. A diferencia de Abraham que es un nómade, capaz de partir lejos, a las periferias existenciales y sociales, citando al Papa Francisco.
Este texto nos abre una puerta para comprender más a fondo que entendemos por fe.
El riesgo de una interpretación muy literal de este texto es caer en la tentación de una fe mágica, infantil, que busca que todo lo haga Dios. Interpretación que sería mera omnipotencia, que finalmente termina desresponsabilizándonos como si el Señor resolviera mágicamente nuestros cotidianos, sin nosotros, sin implicarnos en la acción. Detrás de esa comprensión de la fe hay una comprensión de un Dios que llena todos los espacio de acción y de decisión del hombre. Conjunción tal vez entre nuestra inseguridad y la imagen de un Dios mago, tapa agujeros.
Y creo que Jesús apunta justamente a lo contrario. Me parece que el Evangelio nos muestra que la FE TRANSFORMA LA REALIDAD. Tal cual, la Fe transforma nuestra realidad. El Evangelio le da una vuelta a que no hay acción de Dios que no pase mediada por nuestra colaboración, por nuestra apertura, por nuestro deseo que nos lleva a intervenir en la realidad que nos toca vivir. En los problemas cotidianos o en los grandes desafíos que nos plantea el vivr juntos, en comunidad, o en los grandes temas país. Somos nosotros los invitados a tener fe, pero una fe madura y adulta, es decir una fe que se implica colaborativamente o responsablemente en la acción de Dios.