“Jesús se asombraba de su falta de fe…”
(Mc 6,1-6a)
Hna. Jacqueline Rivas, CS
Catequista Sopeña
El evangelio de este XIV domingo del Tiempo ordinario, nos presenta a Jesús en su pueblo, Nazaret, en medio de su gente, de aquellos entre quienes había crecido.
Era sábado, y como todo buen judío, va a la sinagoga. Allí, también como era su costumbre, enseñaba y explicaba las Escrituras. Sus palabras suscitan asombro. Es innegable su sabiduría y son conocidos los milagros que ha realizado en los alrededores. Sin embargo, dicho asombro se transforma en perplejidad. ¿Cómo de este puede salir esta sabiduría? ¿Cómo este carpintero, al que conocemos de toda la vida, va a poder realizar milagros? El tono no es de simple escepticismo; el tono es despectivo. Jesús experimentó el rechazo e incluso la hostilidad de quienes probablemente esperaba ser bien recibido.
También nosotros seguramente hemos tenido esta experiencia más de una vez; sentirnos rechazados precisamente entre aquellos cercanos, entre quienes esperaríamos apoyo y comprensión. Pero, a veces, no somos tan conscientes de que, en no pocas ocasiones, somos nosotros quienes rechazamos a quienes tenemos cerca y no reconocemos en ellos la voz y la actuación del Señor.
Jesús fue causa de escándalo entre los suyos, no por sus palabras o sus actos; de hecho, no podían negar ni su sabiduría ni sus milagros. Jesús fue causa de tropiezo por su origen humilde. ¿Acaso de Nazaret puede salir algo bueno? ¿Acaso un carpintero nos va a dar lecciones? ¿Acaso esta persona a quien conozco de toda la vida me va a poder enseñar o aportar algo? ¡Cuántas veces nuestra sutil soberbia y autosuficiencia nos ciegan y nos impiden reconocer en alguien cercano a un profeta de Dios!
La encarnación de Dios en un hombre de origen humilde, en un carpintero, en “uno de tantos” ha sido siempre motivo de escándalo, de tropiezo, pues seguimos imaginando a Dios como alguien lleno de poder y majestuoso. Por eso, para el evangelio, la falta de fe no es no creer en Dios, sino la incapacidad de reconocerlo en lo sencillo, humilde, ordinario y cotidiano de nuestras vidas. Negamos la evidencia porque procede de alguien que no nos parece “digno”.
Hoy podríamos preguntarnos: ¿soy capaz de reconocer la presencia profética en aquellos que tengo cerca o me dejo llevar por mis prejuicios? ¿Rechazo lo que me puedan decir o puedan hacer algunas personas sencillamente por su origen? ¿Mi fe me lleva a reconocer la presencia de Dios en los “pequeños”? ¿O, acaso, también hoy el Señor podrá asombrarse de nuestra falta de fe?