El 21 de abril de 2025, el mundo se despedía del Papa Francisco, que partía al encuentro de su Padre celestial; en muchos aspectos, y muy fundamentales, ha sido, en este mundo, una figura transformadora. Su papado ha estado profundamente arraigado en el carisma ignaciano de nuestra espiritualidad. Desde su elección, el 13 de marzo de 2013, hasta su última bendición pascual, Papa Francisco encarnó los ideales jesuitas del magis (el “bien mayor”). Su humildad radical y sus acciones ad maiorem Dei gloriam (“a mayor gloria de Dios”) fueron manifestándose a lo largo de su papado. Su trayectoria está marcada por un profundo reconocimiento de ser pecador y por su compromiso con el acompañamiento de Cristo. Esto ha tenido fuerte eco en la Iglesia universal y en los jesuitas como yo, que fuimos testigos de su papado, como una gracia personal y comunitaria y ha producido gran sorpresa.
Magis: la búsqueda de la mayor gloria de Dios
El magises fundamental para la espiritualidad del jesuita. Es la búsqueda incansable de la voluntad de Dios a través del discernimiento y el servicio. El Papa Francisco vivió este ideal sin vacilar. Ha cumplido su misión como cabeza de la Iglesia universal a mayor gloria de Dios en el discernimiento. La atención que ha dedicado como Papa a los marginados, el cuidado de la creación (Laudato si’) y el diálogo interreligioso, son ejemplos de su visión de la Iglesia “en salida” hacia las periferias, como dijo Cristo resucitado a los discípulos: “Volved a Galilea”. Para muchos jesuitas esto no era una sorpresa. La noche de su elección, mientras mi comunidad en el De Nobili College (Pune, India), se apresuraba a ver la televisión, tuvimos repentina noticia de que el Cardenal Bergoglio, jesuita, se había convertido en Papa. La conmoción era palpable – nunca antes un jesuita había sido papa –, pero la elección era un reflejo del magis en acción.
Las pesquisas sobre el pasado de Bergoglio que se llevaron a cabo aquella noche, después que lo habían elegido sucesor de Pedro, revelaban una figura compleja. Criticado por su liderazgo como Provincial de la Compañía en Argentina, más tarde reconoció sus errores y se calificó a sí mismo como “pecador”. Pero esta vulnerabilidad acabó convirtiéndose en una fortaleza. Su papado refleja la llamada de Ignacio a “encontrar a Dios en todas las cosas”, incluso en la imperfección. Para mí, obtener un doctorado sobre Jesús y el Islam se ha convertido en mi magis. Ha acabado siendo una respuesta a la petición de Francisco de tender puentes. Cuando lo conocí, con el pulgar hacia arriba y diciendo “bravo”, mi camino recibió una fuerte confirmación, un pequeño pero profundo estímulo para buscar el bien mayor.
“Soy un pecador, pero llamado a ser compañero de Jesús”: la humildad del ser compañeros
Las primeras palabras del Papa Francisco desde el balcón de San Pedro marcaron la pauta: “Antes de que el obispo bendiga a su pueblo, os pido que recéis al Señor para que me bendiga a mí”. Esta humildad, fundamental en la identidad jesuita, desarmó al mundo. Los jesuitas estamos formados para vernos a nosotros mismos como “pecadores, pero llamados a ser compañeros de Jesús”, indignos pero elegidos para caminar con Cristo. El Papa Francisco encarnaba esta paradoja. Su disculpa por los fallos de la Iglesia, lavar los pies a los presos, su estilo de vida sencillo, revelan un hombre que está en paz con su fragilidad.

En 2013, mientras celebrábamos el Jubileo de la Restauración de la Compañía, sentimos que la elección del Papa Francisco como obispo de Roma había sido providencial. Cuando le dije que era jesuita, al presentarme a él en la Audiencia General del 14 de diciembre de 2022, su sonrisa alegre me transmitió un sentimiento de familiaridad. Bendijo la estola de la ordenación para un amigo mío, sacramento que nos recuerda que la gracia de Dios actúa incluso en la debilidad. La espiritualidad de Francisco nos ha enseñado que ser compañeros de Jesús no quiere decir ser perfectos, sino confiar en la misericordia, lección que acompaña mi vocación.
Ad maiorem Dei gloriam: todo para la mayor gloria de Dios
El lema jesuita ad maiorem Dei gloriam (AMDG) ha impregnado el papado de Francisco. Ya fuera reformando la burocracia vaticana o acogiendo a los refugiados, sus acciones han buscado siempre la gloria de Dios. No una aprobación mundana. La petición de oración que formuló en 2013 – “Rezad por mí” – se hace eco de la insistencia de Ignacio en que todo trabajo comienza y termina en Dios.
Para los jesuitas, este ethos es vocacional. La coincidencia del año jubilar de la restauración de la Compañía con la elección de Francisco, insiste en la renovación de nuestra misión: servir donde sea más necesario. Cuando le pedí al Papa que bendijera aquella estola, no era solo para mi amigo, sino para todos aquellos a quienes él iba a servir, un símbolo del ofrecimiento de su vida AMDG. La bendición pascual de Francisco, un día antes de su muerte, lo resume todo. Acto final con el que encomendaba el mundo a Dios, porque Francisco era un buen pastor que siempre reconocía el olor de sus ovejas.
Conclusión: un legado de sorpresa y de gracia
El papado del Papa Francisco ha sido un regalo de “santa sorpresa”. Instó a la Iglesia a que asumiese la misericordia, el diálogo y la renovación. Su muerte deja un vacío, pero su espiritualidad ignaciana tan arraigada en el magis, la humildad y el AMDG, perdura. Como dijo una vez: “La gracia no tiene miedo a la fragilidad”. Conocerlo fue un momento de gracia, un recordatorio de que incluso los pecadores estamos llamados a acompañar a Cristo.
Hoy, cuando lloramos su partida de entre nosotros, damos gracias al Padre por el don tan maravilloso que ha hecho a su Iglesia. El Papa Francisco, el Papa jesuita, nos ha enseñado a ser peregrinos en camino. Nos ha enseñado a confiar en Dios, que escribe recto con renglones torcidos. Que su legado nos inspire a vivir ad maiorem Dei gloriam hasta que nos reunamos con el Padre. Ruega por nosotros, Santo Padre, como nosotros rogamos por ti.