Tercer Domingo de Pascua
P. Ramón Villagrán, O. de M.
Estamos viviendo un tiempo especial de gracia que, sin lugar a dudas, es un renuevo en la vida del creyente, cuando la vida resucitada de Jesús es vivida en y desde la abundancia de su presencia y compartir con nosotros.
Las lecturas de este Domingo nos invitan por una parte a comprender ese llamado de Dios a vivir la fidelidad a su presencia, desde ese anunciar su vida con el gozo que nos hace capaces de ir, aún contra corriente, sin demora a compartir la Buena Noticia. El libro de los Hechos de los apóstoles nos narra con claridad esa parresía de los discípulos que se saben sostenidos en la vida del Resucitado, latiendo y robusteciendo el propio caminar. “Hay que obedecer a Dios ante que a los hombres”, es claro que no se trata de una alocución que apunta a la desobediencia social o a un ser contestario antojadizo; se trata de esa certeza del discípulo invitado, convocado a vivir la fidelidad al proyecto de Dios. En esa perspectiva, que precisa y preciosa se nos vuelve esta fuerza de Pedro para también nosotros, discípulos de este tiempo, para sabernos – aún en dificultad – ser fieles al proyecto de Dios.
El Evangelio, narrado este día desde el evangelista Juan, nos coloca en situación de ese Señor que, ante el aparente fracaso o frustración del creyente, se deja encontrar y sostener con la abundancia de su gracia. El episodio que se nos proclama, nos relata ese encuentro de Jesús con los discípulos en el mar de Tiberíades, no en la espectacularidad de una aparición, sino como quien se acerca en la cotidianidad de la vida de un pescador, aquel que entra en la relación en lo común de una labor habitual, pero que se deja empapar de la necesidad; en este caso de la frustración y fracaso de quienes ante la ardua tarea han tenido infecundo resultado: “pero esa noche no pescaron nada”. Allí Jesús entra en la relación, con la carencia y penuria del discípulo y se deja encontrar para dejarse reconocer como su maestro, como el Señor de quien tiene el corazón dispuesto para la relación en el amor: “el discípulo al que Jesús amaba dijo a Pedro ‘Es el Señor’”. Allí entra Jesús, no solo para devolver la esperanza de los que le han dedicado vida y prometido seguimiento, sino que se hace alimento de la vida y nutriente en el camino, todavía más: quiere compartir la vida del que es alimentado: “Jesús le dijo: ‘vengan a comer’”
Tal como con los discípulos de Emaús, Jesús comparte la mesa con quien necesita – en la cotidianidad de la vida, incluso de los fracasos – que se le aliente en la esperanza. Jesús el Resucitado viene a la mesa de sus discípulos, para que reconociéndole se abran los ojos de un corazón enardecido, para que la esperanza en su abundancia se haga realidad en la vida de los que le siguen.
Como consagrados, hoy también somos llamados a vivir la alegría de una esperanza renovada en el actuar del Maestro. Pidamos y permitamos que Jesús el Resucitado entre en contacto nuestras carencias y aparentes fracasos, para que su presencia y compartir, no solo nos lleve a recoger la abundancia de la misión, sino sobre todo a vivir la alegría y el gozo de saber que “es el Señor” quien se sienta a nuestra mesa y nos llama a alimentar nuestra vida de Él.