Hno. Lino, Franciscano
Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo según San Lucas (17, 11-19)
Cuando me encuentro con este pasaje del Evangelio, no puedo evitar recordar la experiencia de San Francisco de Asís, quien convivió con los leprosos a las afueras de la ciudad de Asís, lugar donde eran relegados por su condición y así marginados y olvidados por la sociedad de aquel tiempo. Los leprosos eran “seres invisibles” para todos, incluso para San Francisco antes de su conversión, pues verlos le provocaba repulsión, sin embargo, cuando Cristo entró en su corazón y le invitó a reconstruir la Iglesia por el camino de la pobreza y la sencillez, pudo reconocerlo en medio de ellos, y lo que le parecía amargo se le transformó en dulzura del alma. Francisco hizo visible la presencia de ellos en medio de la Iglesia, es más, se hizo pobre entre ellos para atenderles y devolverles su dignidad.
Quizás este pasaje del evangelio de Lucas caló profundamente en la vida de Francisco de Asís, y por lo tanto el gesto de Jesús para con estos leprosos, de atender sus gritos esperanzados de compasión para sus vidas, empujó al Pobrecillo de Asís a visibilizar el Reino prometido especialmente en los más pobres, los leprosos, no sólo sirviéndoles, sino que haciéndose uno con ellos hasta tal punto de besarlos y abrazarlos. San Francisco encarnó la compasión de Jesús abrazando a los leprosos, quienes ya no eran marginados o invisibilizados sin rostros ni nombres, sino sus hermanos, con identidad y dignidad, con quienes vivir y compartir la vida regalada por Dios.
Hago esta referencia a San Francisco de Asís pues toda la Familia Franciscana, hace una semana, hemos celebrado su Fiesta, y junto con contemplar, venerar y celebrar la figura de nuestro hermano fundador, hemos renovado también nuestro sentido de pertenencia a nuestra espiritualidad que camina en medio de la Iglesia a través de la “minoridad”, es decir, por medio de la simpleza y la sencillez haciendo de la compasión el camino, el espacio, para reconocernos hermanos y hermanas no sólo con los hombres y mujeres de nuestro tiempo sino también con toda la Creación.
El texto nos muestra a Jesús peregrinando a Jerusalén y es entrando a un poblado cuando estos diez leprosos vienen a su encuentro con la esperanza de que él pueda sanarlos; sus gritos no le son indiferentes, los acoge y los envía a los sacerdotes para hacer su ofrenda, pero sin duda Jesús es consciente de que en ese camino vendrá la purificación. Jesús, atiende su necesidad y la sanación les devuelve la dignidad y la reincorporación a la comunidad que les había excluido por su condición. Jesús hace nuevas todas las cosas, hace nueva la vida de estos leprosos que ya no tenían futuro; Jesús da nueva vida a estos hombres que ya habían sido en vida declarados muertos por su enfermedad al dejarlos a la deriva y fuera de la ciudad para que vivieran a su suerte. Jesús, para estos leprosos, vino a ser su consuelo y su paz.
Nuestra vida consagrada bebe permanentemente del Evangelio de Jesús: es nuestra Fuente. La compasión de Jesús y el milagro de la sanación deben ser también elementos fundamentales para seguir renovando nuestra vida y misión en medio de la Iglesia. Al escuchar nuevamente este pasaje de Lucas creo que nos llama a revisar cómo atendemos la necesidad de compasión de quienes son “leprosos” hoy… Los que están “fuera de nuestras ciudades”, los que son “invisibles”, los que marginamos por su diversa condición, pues no entran en lo establecido, en lo que “siempre se ha hecho así”. ¿Qué leproso debo atender hoy? Como consagrados ¿estamos escuchando las invitaciones que nos hace el Espíritu Santo por medio de los “leprosos” de hoy?
El texto nos presenta también que sólo uno se muestra agradecido por la sanación y regresa a postrarse ante Jesús, el cual lo alaba y reconociendo su condición de samaritano, liberado de su lepra y al mismo tiempo liberado de las exigencias de ley mosaica, tenga esa actitud sincera. Jesús nos invita también a ser agradecidos, a reconocer la gracia de Dios en nuestra vida y restituirla por medio del encuentro desinteresado con los hermanos y hermanas y especialmente con aquellos que en están “en las periferias” e “invisibilizados” de nuestra sociedad.
Pidamos al Señor, hermanos y hermanas, no cerrar nuestros oídos a tantos gritos hoy, para atender la necesidad de los hombres y mujeres que salen a nuestro encuentro; al mismo tiempo, seamos agradecidos de los dones que el Señor nos ha dado en el camino de la vida consagrada y visibilicemos esa gratitud restituyendo a Dios, dador de todo bien, sirviendo y atendiendo a nuestros hermanos.