Pascua, tiempo para introducir en el mundo la alegría de Jesús
Padre José María Arnaiz, SM.
Director Revista Testimonio
Evangelio según San Juan 20,1-9
La resurrección de Jesús es el gran motivo y el gran argumento que el cristianismo ofrece a la humanidad para poner en evidencia y convencer que la vida es más fuerte que la muerte. Jesús resucitado nos quiere dejar claro que más allá de todas las evidencias que se nos imponen, la muerte no tiene la última palabra en el destino de los seres humanos. No estamos destinados al fracaso y la corrupción sino a la vida y a la felicidad.
En medio de la alegría pascual en que estamos envueltos no podemos olvidar que la esperanza en la “otra vida” más allá de la muerte puede convertirse en una amenaza para “esta vida”. Así lo acabo de ver la semana pasada. Les hay que “mueren matando” aunque parezca contradictorio la esperanza en la otra vida les ha dado argumentos para matar y matarse; llegan a creer que andar por la vida destruyendo lleva a entrar en el paraíso de los resucitados.
Sin ir tan lejos como la dura situación que me tocó presenciar hace unos días la esperanza no bien entendida hace daño a la vida humana cuando esa esperanza en “la vida divina” justifica cualquier agresión a lo humano. No hay duda que hay personas que por ser fieles a sus creencias de eternidad menosprecian o incluso desprecian a quienes no piensan como ellos, tienen otras creencias religiosas o no se ajustan a las exigencias de un determinado credo. La celebración de la pascua es la mejor ocasión para reafirmarse gozosamente en que a los seres humanos hay que respetarlos y quererlos; y no porque así se consiguen premios eternos sino porque todo ser humano se merece nuestro respeto y amor.
No podemos olvidar que queremos poner en el centro de nuestra vida a Cristo resucitado, lleno de vida y fuerza creadora y para siempre. Es un error buscar a Jesús en el mundo de la muerte, como María Magdalena; no hemos de buscarlo en una religión muerta o que mata, reducida al cumplimiento externo de preceptos y ritos rutinarios, en una fe apagada que se sostiene en tópicos y fórmulas gastadas, vacías de amor vivo a Jesús. Con Jesús resucitado se aprende a vivir acogiendo, perdonando, curando la vida y despertando la confianza en el amor insondable de Dios. La presencia invisible de Jesús resucitado adquiere rasgos humanos al leer los relatos evangélicos; su presencia silenciosa recobrará voz inspirada e inspiradora al escuchar sus palabras de aliento.
Las narraciones que vamos a oír en este tiempo pascual nos enseñan que a Jesús, tal como lo vieron no lo volverán a encontrar; hay que descubrirlo entre los vivos y para ello hay que “ver” y “creer”. Estamos ante el acontecimiento más novedoso y transformador de toda la historia. Las cosas no pueden seguir igual, es Pascua de resurrección. Con la resurrección de Jesús todo cambia; todo queda abierto a la plenitud. Estamos ante lo increíble en la lógica de este mundo. El grano de trigo muerto en la tierra da una espiga nueva en el resucitado y en la comunidad creyente que vive una vida victoriosa, fecunda, fiel y feliz; planamente humana y humanizadora. El encuentro con el resucitado se produce en una sencilla situación humana, como ocurrió con los discípulos, un desayuno, una comida, una celebración que se convierte en acto de fe. Cuando en Jesús se hizo más patente la divinidad entonces fue cuando se le vio más humano, más entrañable y más cerca de nosotros.
Todo esto se ha convertido en una maravillosa noticia y anuncio que hay que saber transmitir bien y contar en tono de aleluya después de haberla creído. Jesús no resucitó a la vista de todos. Ni se apareció pomposamente a todos los que le habían visto fracasar y morir crucificado. A veces podemos pensar que hubiera sido de una eficacia contundente si se hubiera producido una aparición solemne y gloriosa de Jesús en la explanada del templo, ante el pueblo y, sobre todo, ante las autoridades religiosas y políticas. Así habría quedado patente que Jesús había resucitado y había derrotado a sus asesinos. Pero lo caminos de Dios no son nuestros caminos. No hay más posibilidad de encuentro con Jesús resucitado que el de la sencilla experiencia de fe. Y solo por la fe es posible el acceso a Cristo resucitado. ¡Aleluya, aleluya, aleluya! No olvidemos que no podemos contagiar el amor y la esperanza en Cristo resucitado con tristeza y con miedo. El que no es capaz de contagiar amor e introducir en el mundo la alegría de Jesús, ¿para qué sirve?
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