El perdón que sana y libera
Marcelo Lamas, csv.
Hoy el Evangelio nos presenta una escena muy conmovedora. Jesús se encuentra enseñando en el templo, rodeado por una multitud ansiosa por escuchar sus palabras. Este episodio nos sitúa ante una de las grandes tensiones de la fe cristiana: la relación entre la justicia y la misericordia. ¿Cómo juzga Dios? ¿Cómo perdona? ¿Cómo estamos llamados a actuar nosotros ante el pecado de los demás y el nuestro propio?
Los fariseos y letrados traen ante Jesús a una mujer sorprendida en adulterio y la colocan en el centro. Con una pregunta provocadora, intentan poner a Jesús en una situación difícil: “La ley de Moisés nos manda apedrear a mujeres como esta. ¿Tú qué dices?” Jesús se encuentra entre la exigencia de la ley, que demanda la condena, y el llamado a la misericordia, que busca la restauración.
Los fariseos no están interesados en la justicia, sino en tenderle una trampa a Jesús. Si dice que la perdonen, iría contra la ley; si dice que la apedreen, perdería su mensaje de misericordia.
Vale la pena también detenernos a reflexionar sobre la actitud de estos acusadores. Ellos querían usar la ley como una piedra para condenar a la mujer. Hoy, nosotros también podemos caer en la tentación de ser «vigilantes de la moral» de los demás, lanzando juicios, críticas y condenas, olvidando que también nosotros somos pecadores.
Jesús, en lugar de caer en la provocación, se inclina y escribe en el suelo. ¿Qué escribía? No lo sabemos, pero algunos Padres de la Iglesia han pensado que quizá escribía los pecados de los acusadores. Luego, se levanta y dice: «El que esté sin pecado, que tire la primera piedra».
Aquí encontramos una gran enseñanza: Dios no divide a las personas entre buenos y malos, sino que nos llama a todos a la verdad de nuestro propio corazón. Jesús no niega la ley, pero nos enseña que la justicia sin amor se convierte en crueldad. Su misericordia la libera, no de las consecuencias del pecado, sino del peso del juicio destructivo. La mirada de Jesús es un recordatorio de que el pecado, aunque grave, no define a la persona ni la excluye del amor de Dios.
Uno a uno, los acusadores se van retirando, comenzando por los más ancianos. La mujer queda sola ante Jesús. Este es el momento más hermoso del Evangelio: cuando el pecador queda a solas con la misericordia de Dios.
El Señor no minimiza su pecado ni le dice que estuvo bien lo que hizo; pero tampoco la condena. Él le dice: «Vete y no peques más». Aquí está la clave: la misericordia de Dios no es una excusa para seguir en el pecado, sino una oportunidad para cambiar de vida. Esta escena nos recuerda que Dios nunca se cansa de perdonarnos, aunque nosotros a veces nos cansemos de pedir perdón.
Hoy Jesús nos invita a dejar de lanzar piedras, a abandonar nuestras actitudes de juicio y condena. Nos llama a ser instrumentos de su misericordia, como Él lo fue con aquella mujer. Debemos recordar que todos somos frágiles y pecadores, pero, como la mujer, tenemos la oportunidad de encontrar en Jesús un amor que no excluye, que no condena, sino que sana, transforma y llama a la vida nueva.