Hna. Claudia, ap
En el Evangelio de este domingo 14 de enero, se nos relata el momento en que Juan el bautista señala a Jesús como “el cordero de Dios que quita el pecado del mundo”, moviendo a aquellos dos discípulos que le escucharon a seguir a Jesús. Al percatarse de que lo seguían, Jesús pregunta: ¿qué buscan?; dicha pregunta, sencilla en verdad, abre a una realidad mucho más profunda y es propia de la forma en que Juan desarrolla su evangelio.
Ciertamente este encuentro es inicio de algo mucho más grande que el saber quién es Jesús y dónde vive; es el principio del camino que debe hacer todo discípulo: mirar dentro de él mismo para reconocer y comprenderse “llamado”, ir purificando las motivaciones y opciones que van posibilitando el seguimiento, confrontar y dejarse confrontar con otros para poder acoger la buena nueva que Jesús trae y de la cual quiere hacerle partícipe para que a su vez pueda ir y anunciarla a otros.
Nuestra vida encierra un ser y un hacer, cuerpo y espíritu. Es muy difícil adherirse coherentemente a algo si no sabemos en realidad quiénes somos y qué queremos; tarde o temprano terminaremos desanimándonos o sintiendo que no tiene sentido lo que hacemos, dejándonos llevar por la rutina o el conformismo. La respuesta a la vocación recibida pasa por sabernos llamados, conscientes de nuestros dones y limitaciones, orientados hacia el encuentro con Dios, quién con su gracia nos va acompañando y sosteniendo en nuestro peregrinar hasta llegar a su presencia.
Desde su propia realidad, compartiendo nuestra fe o no, hay muchos otros que peregrinan junto a nosotros. En este tiempo en que la Iglesia busca caminar cada vez más en sinodalidad, ensanchemos nuestra tienda para compartir con ellos, para dejarnos interpelar, para escuchar, aprender, de modo que al ir enriqueciéndonos mutuamente podamos avanzar cada vez hacia el encuentro de Aquel que con su entrega nos hace hermanos, hijos de un mismo Padre y cuyo rostro estamos llamados a hacer presente donde nos toque servir y acompañar.