Con Jesús entramos en el misterio de Dios
Hno. Pedro Herreros V.
Alto Hospicio – Chile
Durante la última semana, la Palabra de Dios, en la liturgia nos viene anunciando la despedida de Jesús. El (nos) deja a sus discípulos porque se va al Padre, que lo envió. Vuelve al origen, habiendo cumplida su misión. Pero, a la vez, anuncia que se queda (“ustedes están en mí y yo en ustedes”, nos decía el domingo pasado) y que nos ama y que se manifestará a nosotros. Además, con reiteración, anuncia que nos enviará al Consolador, al Espíritu de la verdad “para que esté siempre con ustedes”.
En este contexto, de despedida y de permanencia, este domingo, de la Ascensión del Señor, Jesús resucitado sube al cielo hasta que una nube lo oculta de la vista de los suyos, reunidos en la montaña. Entre los discípulos, un poco paralizados, queda flotando la incertidumbre: ¿Qué pasó con Jesús? ¿Dónde está el Reino de Israel restaurado que no lo vemos? ¿O entendimos mal?
No está de más, en nuestra cultura cientificista, que aclaremos el sentido de este “subir” de Jesús. El cielo no es un espacio más, que está por encima o lejos. La película “Contact” (1997) sugería que el lugar en que se encuentran todos los que nos han precedido está en el centro de nuestra galaxia, en la estrella Vega, desde donde nos llegan señales posibles de captar por poderosos radio-telescopios. Y la aspiración natural era construir la nave espacial que nos pudiera llevar allí, para reencontrar a los que queremos. No va por ahí lo que afirma nuestra fe cristiana. Jesús que se despide no se va a un astro lejano.
La ascensión de Jesús es un entrar en el misterio de Dios. “El entra en la comunión de vida y poder con el Dios viviente, en la situación de superioridad de Dios sobre todo espacio” (J. Ratzinger). Dios no está en otro espacio ni en otro tiempo. El crea (sostiene en el ser) el espacio y el tiempo en que nos movemos sus creaturas. San Agustín lo expresaba así en sus Confesiones: “Tú estabas dentro de mí, más interior que lo más íntimo mío y más elevado que lo sumo mío”. Así se explica la invitación de Jesús a alegrarnos: lo suyo no es partir y alejarse; por el poder de Dios, ahora está siempre presente junto a nosotros y por nosotros.
El mandato de Jesús, en su despedida en la montaña, de ir y hacer discípulos incluye esta buena noticia: Él nos ha alcanzado, con su muerte y resurrección, la participación en la vida de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Es cierto, ahora participamos de ello como en semilla. Pero vendrá el día en que esta participación se realizará plenamente. Mientras tanto, caminamos en la fe y la esperanza orando “ven Señor”, a la vez que “el Señor viene”.
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